Uñas Verdes
Puestos en filas paralelas, a corta distancia una de otra, los niños de hace cincuenta y más años empezaban el divertido juego, tal cual hicieron sus padres, sus abuelos y sus bisabuelos cuando estaban en la misma edad. No tardaba en aparecer el personaje esperado: otro niño a quien le había tocado en suerte desempeñar el papel. Atravesando dengosamente por el espacio libre de entre ambas filas, el personajillo murmuraba una y otra vez:
– Por aquí pasó «Uñas Verdes»…
Lo decía en un tonillo grave, alargando la primera sílaba de la última palabra, como dando énfasis al término colorativo. Los de las filas le replicaban con el mismo tonillo y enfatizando igualmente el silabeo de la última palabra:
– Por aquí lo huelo, tío…
Tras del dicho y su réplica el pasante se apartaba un poco del corrillo. Desde el sitio tomado voceaba el nombre de alguna golosina y volvía de un salto al espacio libre, en actitud resuelta y con aire picaresco. Tenía que adivinar cuál de los participantes en el juego había adoptado para sí, previamente, el nombre de la golosina que acababa de indicar. Se plantaba delante del presunto nombrado y haciendo visajes trataba de llevarlo consigo.
En no habiendo acertado, como era por lo general, el recurrido le daba un buen empellón, lanzándole hacia la fila opuesta, mientras gritaba:
– Que te lo diga «Uñas Verdes».
Tenía, entonces, que repetir el lance en la misma forma, mereciendo igual empellón de parte del nuevo requerido. Y así continuaba, empujando de aquí y de allá con creciente brío, tundido y zamarreado de lo lindo, hasta que le era dado acertar. Cuando a este feliz remate podía llegar, tomaba el sitio del designado, exclamado en son de triunfo:
– Hasta aquí llegó «Uñas Verdes».
¿Quién era, pues, el personaje así nombrado? ¿Por qué tanta seña contra él o contra quien lo representaba en el juego?.
Contábase que en cierta época remota apareció en la ciudad un sujeto de buena estampa y atrayentes maneras, que sin más ni más la dio de residente y tomó vivienda en las vecindades del barrio de Muchirí. Dizque era atento y obsequioso con las damas, divertido y expansivo con los varones y aunque sin oficio conocido, no le faltaba dinero que gastar en buris y francachelas.
Bienquisto de todos desde los primeros días de su avecindamiento, poco a poco se fueron descubriendo en él ciertas rarezas y excentricidades. No fumaba; no bebía, aunque incitaba a otros a que lo hiciesen; no descubría parte alguna del cuerpo que no fuera la cara pecosa y los cabellos rojizos.
Vestía ordinariamente un levitón más ancho de cintura para abajo que lo usual y corriente y tan largo de mangas que éstas alcanzaban a cubrirle las manos y hasta los dedos. No se despojaba jamás de prenda tan estrafalaria, así fuera en los días de calor más bochornoso. Item más: Usaba siempre chaleco rojo punzó de largas y enhiestas puntas.
En punto a deberes religiosos, nadie le vio oír misa sino desde las puertas de los templos, y esto sin persignarse ni aun hacer la señal de la cruz.
Cierto día alguien pasado de curioso aprovechó un corto descuido del personaje para enterarse de cómo eran sus extremidades superiores, que trataba de ocultar con lo largo de las mangas. Manos y dedos nada tenían de particular, pero estaban provistos de uñas bastante crecidas y aun encorvadas, con arquillos cuyo color tiraba a verde oscuro.
El descubrimiento fue motivo para que empezara a tenérsele en menos y a abrigar sospechas acerca de su persona y su vida. Los amigos dieron en esquivarle, las mozas en preterir sus cortesías y las viejas en murmurar contra él, atribuyéndole identidad que no era precisamente de cristiano.
Llegó el día en que se concluyó por sospechar del todo y se determinó entrar en averiguaciones formales. Nada mejor para el caso que acudir al propio habitáculo y sorprenderle allí cuando menos lo esperase. Unos cuantos de los más curiosos y decididos se reunieron cierta noche para proceder en la operación.
-Vamos a ver qué hace «Uñas Verdes» a esta hora -exclamaban todos a una-.
Si descubrimos lo que realmente es, empezaremos por darle una paliza.
Llegados a la casa donde vivía el quídam, tocaron la puerta una y otra vez. Como la puerta no se abriese a los llamados, optaron por forzarla a empellones. Pero en el interior de la estancia no había nadie. Inútil fue que recorrieran el patio e inútil que penetrasen en los fundos de las casas vecinas. Todos los moradores fueron despertados e interrogados:
-¿No ha pasado por acá «Uñas Verdes»?.
Nadie dio respuesta siquiera medianamente satisfactoria. El hombre, o lo que fuese, había desaparecido como tragado por la tierra.
Las viejas, que ya habían adelantado suposiciones desde tiempo atrás, se sintieron halagadas con el desenlace.
-Era el Diablo en persona- murmuraron sentenciosamente, mientras con los dedos puestos en cruz golpeaban devotamente las frentes y los pechos.
La conseja antañona hubo de concluir con el transcurso de los años en juego de infantes:
-Por aquí pasó «Uñas Verdes».
Bibliografía
Tradiciones, Leyendas y Casos de Santa Cruz de la Sierra.
Hernando Sanabria Fernández.
Grupo Editorial La Hoguera.
Décima Quinta Edición – 2008.
Imagen:
«Uñas verdes» Leyendas Cruceñas de Hola país, PAT